Este lobo estepario debía morir, debía poner fin con propia mano a su odiosa existencia, o debía, fundido en el fuego mortal de una nueva autoinspección, transformarse, arrancarse la careta y sufrir otra vez una autoencarnación.
¡Ay! Este proceso no me era raro y desconocido; lo sabía, lo había vivido ya varias veces, siempre en épocas de extrema desesperación. Cada vez en este trance que me desgarraba terriblemente las entrañas, había saltado roto en pedazos mi yo de cada época, siempre lo habían sacudido violentamente y lo habían destrozado potencias del abismo, cada vez me había hecho traición un trozo favorito y especialmente amado de mi